Diario de la renuncia
Hace dos años que estreno miedos. Algunos los dejé atrás, otros los llevo puestos. Ya no tengo la piel de antes. Estoy de duelo y de fiesta. En modo borrador. Gusto de lo que reniego y quiero más.
Después de mucho tiempo, logré escribir sobre lo que me costó soltar la carrera. No desde la queja, sino desde esa pregunta que no me suelta: ¿quién soy cuando ya no soy lo que hacía?
En las tapas de los diarios mis colegas contaban que alguien se bajaba de la carrera presidencial. En el quirófano se discutía el origen del apellido de la anestesista (polaco). Hablaban de los temas de nuestra playlist y del color de las cejas de mi hija recién nacida. Cuando nació Gala sonaba Dream About Me de Moby. Eran las 12:33 del 27 de marzo.
No tuve un parto natural de Instagram, lleno de épica y adrenalina. No tuve ni media contracción. Pero cuando el láser perforó mi cuerpo para abrirlo al medio y sentí el olor a piel quemada, la revelación me partió. Ezequiel me daba besos en la cara y le hablaba a Gala mientras la iban sacando. ¿Fue la incisión que me abrió al medio el momento exacto en el que me convertí en madre?
La partera se dedicó a filmar con mi celular. Tuve que mirar el video de la cesárea un millón de veces: el relato futbolístico del obstetra mientras sacaba a Gala de mi útero (“tiene una vuelta de cordón, mirá, ahí, tuc”, “tiene las cejas rubias mirá” “mirá la perita” “¿quién tiene de ustedes dos hoyuelo en la pera?”), su primer llanto, su color rosado, el reflejo del moro cuando la alzan antes de dármela, la humedad tibia de su cuerpo sobre mi pecho por primera vez.
Durante los primeros meses, cada vez que pude, incluso mientras Gala y Ezequiel dormían a la noche y se suponía que yo tenía que aprovechar para dormir, miré el video en loop. Un minuto y treinta y tres segundos. Intenté reconstruir ese momento de la manera más vasta, hice zoom, quise registrar todos los sonidos, los detalles del quirófano y de lo que hacían conmigo, como si pudiera colorear por completo un dibujo y no dejar ningún espacio en blanco.
[Mi sangre brota a borbotones, como en una película de Tarantino, y la drenan con una manguerita que hace ffsshh. Los pipip de la máquina que me monitorea, los sonidos metálicos de los instrumentos quirúrgicos, la carpa celeste que separa la zona estéril de la zona no estéril]
Como si la memoria fuera eso. Cuanto más lo miraba, más me alejaba del recuerdo. Olvidé también los primeros días. Días de amor y de ganas de escapar. Le pregunto detalles a Ezequiel como si yo no hubiera estado ahí.
Permitirme dejar atrás ese momento es otra forma de asumir que no puedo controlar nada. No sé qué busco ahí, qué puedo encontrar haciendo inteligencia sobre un video, en mirar una por una las cientas de fotos que tengo de los primeros días de Gala. Tal vez busco ubicar dónde me perdí, en qué esquina me quedé yo, la de antes, sumida en el Leteo, y quién es la que nació con Gala, que también soy yo.
Empieza mi exilio materno. Estoy tomada por un animalito pequeño que me succiona. Sin lenguaje pero con lenguaje. Instinto puro y desorientación absoluta. Establecer la lactancia, como dicen las puericultoras, es una maratón. Gala no aumenta de peso porque no puede succionar bien, me duelen las tetas, la cicatriz de la cesárea me tira y me encierro a llorar en el baño. ¿En qué momento me vuelvo madre?
Nos movemos por la casa haciendo cantitos silenciosos de shhhshhshhshhh. Las victorias cambian: que haga caca, que suba 15 gramos, que duerma dos horas seguidas, poder ducharme tranquila.
Es de noche y llora. Hace rato. Tiene menos de un mes y llora como si el mundo fuera insoportable, lo cual... probablemente lo sea. No sé si tiene cólicos, hambre o miedo. ¿Puede tener miedo tan chiquita? ¿O es angustia? Es traumático nacer. La tengo a upa.
Ezequiel y yo nos la pasamos como en una posta sagrada. Rebotamos. Lloro un poco yo también. Hago sentadillas con ella a upa y canto, sin saber por qué: Love is real, real is love. En la segunda estrofa, se calma. Se queda quieta, con su carita contra mi pecho. Su cuerpo cansado se relaja y se duerme. Su respiración sigue agitada. Tiene los ojos cerrados pero las pestañas mojadas. Dejo de hacer sentadillas. Le beso la frente, la nariz, la pera. Le chupo una lágrima. No sé por qué. Me sale. Capaz para que no se le seque. O porque sí.
Cami y Tate están en casa. Gala duerme a upa de Cami. Intento usar el sacaleche por primera vez. No entiendo nada. Ellas tampoco. Nos reímos. Yo lloro. Gala no recupera su peso de nacimiento. Me ayudan a acomodarlo, a ajustar las piezas, a sostener la botellita. Esperamos. Miro la botellita y siento que no va a salir nada. Y de pronto, una gota. Y otra. Caen en la botellita como si valieran oro. Las tres nos miramos. Festejamos en voz baja. Un gol silencioso.
Esto es irreversible. Lloro un poquito todos los días. Convivo con el trrr trrr trrr del sacaleche que me ordeña tres o cuatro veces por día. Soy un tambo. Bajo mucho de peso. Esterilizo todo, todo el tiempo. Acumulo leche materna en la heladera y ese es mi trofeo: mi beba va a crecer tomando leche materna, sea como sea. Lo logramos! A los pocos meses ella ya toma perfecto la teta. Y me convierto en una dulce esclava de los mandatos de la mamafia. Esas mamis de la lupita de instagram que me dejan atiborrada de información: lactancia materna exclusiva y orgullo, cero leche de fórmula, curso de sueño de recién nacido, ruido blanco, fotos dando la teta y mucha, pero mucha culpa. Crianza respetuosa. ¿Respetuosa para quién?
La mamafia no grita. Te habla suave, con tono de sororidad y tips de crianza respetuosa. Te dice que confíes en tu instinto, pero te ofrece diez formas correctas de hacer todo. Elige tus batallas, pero ojalá no sea con la lactancia. O con el colecho. O con las pantallas. Todo parece flexible, hasta que elegís algo distinto. Y entonces, sin decir nada, te hacen saber que te estás equivocando.
Mi mamá aparece antes de que la llame. Llega con comida, con las compras, con sus brazos dispuestos. No invade. Sabe cuándo quedarse y cuándo irse. Juega con Gala con una paciencia que yo no siempre tengo. Lloro y me contiene. La miro y pienso que maternar así es difícil. Me deja la vara alta.
Miro el jardín por la ventana, miro la huerta, la pileta. Todo sigue en su lugar. El rosal, en lugar de deshojarse, se ve tan floreciente como los días previos al nacimiento de Gala. La parra sigue trepada a la pérgola. El exterior parece contemplarme a mí como si fuera un objeto. Me miro al espejo y veo a una persona en shock. Me cuesta recordar qué día es, pero sé exactamente cuánto duró cada siesta. Cuántos mililitros de leche tomó. Cuántos gramos aumentó.
En cambio, la miro a ella y siento algo oceánico. Escribo y borro. Todo lo que se me ocurre para describir lo que me pasa cuando toma la teta y me mira a los ojos me parece mediocre, insuficiente.
Estoy en Jumbo hamacando el carrito de las compras como si fuera el cochecito. La remera mojada. Busco la billetera para pagar y en mi cartera encuentro un chupete, unas mini medias y una perita de succión. La música de fondo es un reggaeton. Mi spotify solo reproduce canciones infantiles.
Mi cuerpo es útil: sostiene, carga, alimenta. Está embargado. Gala vocaliza todo el día. Eso modifica su presencia, la acentúa, dice uuu, uuu, hummm, hummm.
Pienso en la leche derramada. La que tiré en la bacha de la cocina porque sobró, la que chorreó por el costado de la mamadera, la que me mojaba la remera, la que me dreno de las tetas cuando estoy abajo de la ducha caliente. Y pienso en todos esos lugares comunes de la maternidad, el famoso “no llores sobre la leche derramada”. Pero lloro. Porque la leche no es solo leche. Es cuerpo. Es tiempo. Es mí.
¿De quien son esos ojitos?
Dos gotas de caramelo son.
De quién son esos ojitos bonitos que me hablan con el corazón.
Hay canciones que cantamos todos los días. Las mismas. Siempre igual. A veces me satura, otras veces me salva. Porque en la repetición aparece algo parecido a la estabilidad. Un ritmo que sostiene. Un lenguaje sin explicaciones. Me descubro repitiendo versos de memoria mientras le lavo las manos o le cambio el pañal. Y me doy cuenta de que esa canción ya no es solo para ella. También me la canto a mí.
Tuvo fiebre toda la noche. Ahora duerme arriba mío y estamos las dos transpiradas. La amo. La amo como se ama al monstruo que una misma parió. La amo porque me rompe. Porque no me deja pensar en otra cosa que no sea ella.
Ezequiel es un padre dulce, presente. Juntos hacemos una coreografía caótica pero que funciona. Aunque a veces nos movemos como colegas en medio de un operativo, aunque tiendo a corregirlo, verlo con Gala me recuerda por qué él. Extraño que pase algo entre nosotros que no sea logístico pero tampoco tengo energía para generarlo.
Empiezo a extrañar mi vida de antes, la vida Antes de Gala. Pero tan remoto me resulta pensar en volver a trabajar: hablar con mis editores, llamar a una fuente, que me cite para un off, preguntarle cosas supuestamente relevantes, encontrar información, escribir, publicar… que siento que no voy a hacerlo nunca más.
Las palabras que usaba para trabajar me quedan lejos. Las notas, las fuentes, las reuniones de sumario. Extraño mi independencia, las horas con Ezequiel cuando éramos dos, salir a comer y tomar vino con mis amigas. Ser mirada. Pero me alejo y la extraño a ella. En otras palabras, Rachel Cusk dijo que ser madre es como gobernar dos países. “Tengo que olvidarme de ella para pensar en otras cosas. El éxito de una es el fracaso de la otra”.
Me acuerdo de la sensación física que me tomaba cuando escribía algo que me importaba, de la adrenalina de una buena historia. El apuro por contarla para que nadie me ganara. Tenía sentido: contar de qué está hecho el poder. Ahora abro una nota vieja mía y no me reconozco. ¿Esa era yo? ¿La que preguntaba, la que no tenía miedos, la que discutía cada línea? Tengo miedo de no saber volver. De no tener nada que decir cuando tenga tiempo para decirlo.
Pasé cuatro horas en la redacción. Miré quince veces la app de la camarita: Gala, la niñera, si lloró, si durmió. Vuelvo manejando en hora pico por la Panamericana. La remera mojada, las tetas doloridas. Cada conducto tapado es como una canica. Mastitis. Me fui del diario y todavía me faltaba cerrar una nota, que quedé en mandar más tarde. Pero sé que cuando llegue a casa va a ser imposible trabajar.
Estoy en falta.
En deuda.
Le falto.
Me falto.
Estamos en la plaza. Tiene quince meses y está obsesionada con el tobogán. Se acerca a la escalerita que está hecha de sogas, quiere treparse. Me mira. La ayudo a subir con una mano mientras con la otra sostengo el celular. Es una fuente que me quiere contar lo que dijo un ministro en una reunión importante. Una charla de esas que antes le ganaban a cualquier cosa.
Ella se tambalea y yo la sostengo con una mano. La estoy agarrando. Pero mi cabeza está en otro lado. Me esfuerzo por escuchar, por tomar notas mentales, por hacer preguntas lúcidas. Me sale un “claro, sí” entrecortado, que no sé si es para ella o para mi fuente.
Cuando llega arriba, la ayudo a tirarse con cuidado. Quiere volver a subir. La conversación sigue. Yo sigo. Ni allá, ni acá. Cuando corto, me quedo un segundo quieta, con el celular en la mano. Una gota de transpiración cae por mi espalda. Ella ya está en otra cosa. Me mira. No se enoja. Me desarma.
Pienso en esas mujeres que no parecen haberse desarmado con la maternidad. Las que vuelven, las que sostienen lo que tenían antes como si nada se hubiera movido. Las que no se sienten fuera de sí. Las idealizo.
Antes de ser madre, la entrega tenía sentido. Estar siempre disponible. Correr detrás de una historia. Quedarme hasta tarde. Publicar rápido. Ir al hueso. Todo eso me organizaba. Me daba lugar. Pero algo se corrió. No hubo enojo. Solo distancia.
Otro día, renuncio en la sala de tapa del diario en el que siempre quise trabajar. Mis editores no lo pueden creer. Yo tampoco. Hay silencio. Me preguntan si estoy segura, si no quiero tomarme un tiempo para pensarlo. Al mes, vacío mi escritorio en la redacción y me voy.
Los meses que siguen paso mucho tiempo con Gala. Dormimos siestas juntas. Le digo que hoy hacemos plan de chicas y sonríe. Me saqué una culpa. Apareció otra: por soltar lo que me costó tanto. Por no saber si alguna vez va a volver. No sé cuál es mi forma de estar en el mundo ahora. Esta maternidad analizada, llorada, pensada, leída, subrayada, también es un privilegio.
Me gusta llegar tarde a algunos libros. Encuentro el de Rebecca Solnit en una librería de Uruguay. Lo agarro porque me llama la atención el título: Una guía sobre el arte de perderse. Solnit escribe sobre perderse geográfica y mentalmente como terreno fértil para transformarse, sobre el rol de lo imprevisto. Sobre cómo no saber también es una forma de estar en el mundo. Desarrolla un concepto: "El azul de la distancia". Habla de ese azul que se ve en el horizonte, en las montañas lejanas, en el cielo profundo. Ese azul que no está en el lugar, sino en la distancia entre una y ese lugar.

Pienso en mi vida ahora. Estoy con mi hija, sí. Pero también estoy en otro lugar. Me dice “sentate, mamá” cuando quiere jugar. Me dice “te-a-mo”. No me encanta ser madre a tiempo completo. Me aburro. Me canso. Me impaciento. Me siento otra vez como una nena. Disfruto mucho cuando ella está en el jardín, cuando se la llevan los abuelos a pasear y entonces tengo tiempo para mí. Pero hay una paz nueva. Una calma. ¿Dejé de ser periodista? Empiezo a buscar otras formas de encauzar el deseo, formas de estar en el mundo. No las conozco todavía. Pero ya no me desespera no saber. Empiezo un trabajo nuevo: me pruebo otros atuendos. Me quedo en ese azul de la distancia.
Hace dos años que estreno miedos:
A las bacterias,
a la muerte súbita,
al bajo peso,
a la fiebre,
a los problemas en el desarrollo,
a la carne mal cocida,
a los accidentes,
a quererla tanto.
No son originales. Algunos los dejé atrás, otros los llevo puestos. Ya no tengo la piel de antes. Estoy de duelo y de fiesta. En modo borrador. Gusto de lo que reniego y quiero más.
Tiendo a buscar el momento exacto en que todo se tuerce. Hago arqueología: la fiebre de Gala, la distancia con alguien, el hastío con mi carrera, la tristeza. Busco huellas. Cuando nació mi hija me perdí. Aunque suene injusto, es justo. Ni el embarazo, ese estado alienígena mutante que disfruté tanto, me dio la pauta de lo que podía llegar a ser.
A veces, cuando estoy sola, vuelvo a mirar una foto o a escuchar un audio de esos días en la clínica para comprobar que estuve ahí. Como si necesitara una prueba de existencia. Hasta que el cuerpo irrumpe. Hasta que el control no sirve para nada. Hasta que lo único que queda es estar ahí, abierta, partida, mirando cómo nace una hija.